jueves, 29 de enero de 2015

CLUEDO


Susanita, la lorita de la mansión Pfaff ha muerto, asesinada.
Lo sabemos porque el silencio inundó de repente todo el ala occidental. El silencio se instaló como un inquilino mal avenido, y nada parecía poder desalojarlo. Ni siquiera los gritos de la Doña, mezclando sollozos e hipidos de menopáusica histérica.

El inspector Ceruso dejó el bigote falso sobre la repisa de la chimenea, y su monóculo en un platillo de su taza de té.
Reunió a todos los habitantes en la biblioteca y comenzó la encuesta.

El mayordomo, dijeron todos.
Estaba comprando en la tienda de barrio, se defendió, cuando ocurrió el suceso.
Pues la mucama, ha sido la mucama, señaló el estudiante mientras se estiraba un padrastro que tenía a medias.
Roja como la grana, estaba en la cocina preparando una tisana.
La vecina asomó una mano por la ventana y dijo, yo lo vi, ha sido el del carro de los helados.

En la mesa de la biblioteca prosigue la partida de julepe.
Recapitulando, las cartas boca arriba, escupió el juez sobre el sombrero, el loro está más muerto que una berenjena.

Lo sabemos porque tenía un puñal en las costillas, ¿cierto, sargento?
El escriba anotó en su libreta, ¿dónde estaba el taxidermista a las cinco de la tarde?
Yo andaba afinando las cuerdas del piano de cola, tartamudeó en  un tono subido el baricentro.
Pero, la lorita Susana ¿vivía fuera o dentro de la jaula?
Eso solo Schrödinger podría afirmarlo, aunque se arrepintió de decirlo el profesor Mus.

Minino, afila sus garras sobre el sky del sillón, mientras se atusa los tres pelos del hocico, si nadie reclama el cuerpo del delito, me lo pido.

¡Cómo hiede a sobaquera!, gruñó el primer ministro en el Parlamento.
El que lo huele debajo lo tiene, soltó la castañera.
En la sala de autopsias pasea cabizbaja la monjita, me quiere, no me quiere, soñando margaritas de papel albal.

El monstruo debajo de la alfombra, que oía todas las palabras del diccionario, se reía sin compasión, seguro que fue el fantasma de Borges, señalando acusador al busto de bronce.
No fui yo, estaba platicando por un teléfono inmóvil.
¿Con quién?, dijeron todos.
Con la lorita, explicó el autor.
¿Y qué fue lo que dijo, cuáles fueron sus últimas palabras?
Adiós mundo cruel, que muero porque no muero.
¿Suicidóse, quiere decir?
Sí señores, se lanzó sobre el puñal en un vuelo acrobático y final.
Después de dos piruetas y media, lo ensartó Jack, el lanzador de cuchillos del Price.
Imposible es menos que posible, meditó el sabueso, el Circo está a una legua de aquí.
¡Horror, fue Jack!
El despedazador desnudó su alma ante una reportera del Daily.
Ensayaba sobre la ruleta con una muñeca deshinchable, lancé tres cuchillos de una vez, uno resbaló sobre el filo de la rueda y escapó a las leyes del azar.
El cuchillo silbaba en caída libre, cuando una ráfaga del viento  Garbí, prosiguió el gitano, lo elevó y desapareció como un dardo de sol.
¿Tienes algo que añadir en tu defensa?
A la muñeca se le soltó una grapa y le guiñó un ojo al acusado.
Yo apenas la vi venir, llevaba los ojos vendados, sentí un rumor de plumas, un leve batido, y un suspiro al partir su corazón.
El gato lloraba con amargura cuando enterraron a la lorita en un rincón del jardín.
Estaba tan bonita con su lápida rosa y azul que no pudo evitar dejarse una bolita.