lunes, 29 de diciembre de 2014

EL TABLÓN DE LOS CONDENADOS

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Justo a las cuatro de la tarde, cuando el sol se encontraba sobre el horizonte, el agua del mar ha cambiado su vestido verdeazul por otro de mil colores. Estábamos paseando por el antiguo embarcadero. Locqui ladró, pero no como cuando descubre una gaviota y quiere jugar con ella sujetándola entre sus dientes.
Mi vista, de viejo marinero, hace aguas ya, "cataratas", dice la bruja que vive sola en la última cabaña.
Sin embargo, mi piel no me engaña, de repente todo estaba brillante, y hasta el mismo tiempo parecía querer detenerse.
- Es la aurora boreal -bromeé-.
- Gua -me respondió-.
El agua cambió otra vez su ropaje, y se volvió transparente. La brisa dejó de soplar. El sol se escondió de un golpe.
- Grrrr -gruñó Locqui a la noche recién estrellada-.
- No te enfades amigo -sacaba un mendrugo de la mochila-, ¿quieres un trozo?
Locqui mordisqueaba su pan aterronado y, mientras tanto, las olas negras como el carbón le querían morder la cola.
Encendí la pipa de boj, y el sol pareció brillar de nuevo en el hueco de mi mano. ¡Cómo quema el humo en mis pulmones!
- Cot, cot -escupí una hebra de tabaco-.
Me senté sobre un pilote de amarre, estaba húmedo por los embates del agua. Dejé la mochila a un lado y después de sacar la petaca de scotch y beber un trago largo, me pareció que el horizonte brillaba con dureza de plata.
- Mira Loc, la Luna, y Venus es aquel lucero que asoma.

Parece un milagro: el mar viste su traje gris de gala, mientras mi cachorro de lobo husmea entre las rocas, al acecho de algún erizo. El aguardiente arde en mis entrañas. Tengo la piel curtida por cien batallas en los mares del Sur.
Mi cuerpo solo siente el dolor reumático de algunas cicatrices: la herida de un pez espada…, la dentellada de un tiburón…, y el bisturí de la bruja, que me operó de un quiste y me dejó con una pata de caoba.
Pero la peor herida, la que todavía me duele en el fondo de mi alma, es la del látigo del capitán Swarz cuando me arrastraba por el tablón de los condenados.
"Yo estaba borracho como una cuba y algunos dijeron:
- Mackin, ha sido Mackin. Al perro del capitán lo ha matado él.
- No. Yo no he sido, lo juro por el alma de… -un latigazo en el cuello, ahogó mis palabras antes de caer al mar-.
Estaban tan absortos con mi ejecución, que los malditos no vieron los escollos. Y el barco, con sus veintidós almas, se hundió ante mis ojos.
Me agarré a un tablón, precisamente ese, el tablón de los condenados. Algún misericordioso isleño me rescató de las garras furiosas del mar. No hubo más supervivientes".
-Loc, vámonos, de aquí, amigo.
- Gua, gua -me contesta burlón-.
Levanto mi mochila.
- ¿Quién fuera perro para aullarle a la Luna?
Locqui acude entre saltos, asustado de su propia sombra, y aún tiene tiempo de echar una última mirada a sus dominios antes de que la Luna se oculte entre nubes oscuras.
Mi pata de palo suena "Toc-toc-toc", sobre las tablas del antiguo embarcadero. El perro renquea imitándome como si solo tuviera tres patas. Me hace sonreir imaginando que es un payaso de circo.
Apenas recuerdo cuando mis brazos eran fuertes, y aún podía correr por los arrecifes con mis dos piernas. En algunas ocasiones nadaba hasta los restos del bergante hundido entre los escollos de esta maldita isla olvidada de las Hébridas y del buen Dios.
Comienza a nevar cuando llegamos a la cabaña. La isla se viste de blanco en mitad de la noche estrellada. Brindo un último trago a la salud de las almas perdidas. Mañana le pediré cita a esa bruja, le diré: "Doctora Russell, ¿no tendrá unas pastillitas que lo veo todo doble?".
- Te aseguro, amigo mío, que me quita las telarañas.
- Buf -resopla con el calor de las ascuas-.
Quiero volver a saborear los colores la próxima primavera.