Se baja del coche, no solo para estirar las piernas, también
quiere dejar de escuchar a la parienta:
-Acelera, frena, no ves que le das.
Y silenciar en su cabeza, al menos una vez, los lamentos de
los niños:
-Ay, cuándo llegamos, deja, me meo, se lo voy a decir a la
mamá.
¿Era ese el atasco final?, no se podía avanzar un solo metro.
Por el carril derecho de la Carretera Nacional que circula en paralelo al mar,
asoma una fila interminable, millares de kilómetros de familias, con sus
vehículos con las ventanillas bajadas, aparcados uno detrás de otro, morro
contra culo, con el motor al ralentí, bajo un sol de justicia de más de
cuarenta grados. El asfalto parecía querer derretirse bajo los pies. El olor
del queroseno se mezclaba con la brisa marina fundiéndose en un aroma de
chipirones fritos.
Poco a poco, los conductores, después de calibrar con la
mirada el horizonte atrás y adelante, y leer en su muñeca la confirmación de
que la hora había cambiado apenas hacía un minuto, se separan del sofoco de la
chapa ardiente, buscando la complicidad del vecino:
-Buen atasco llevamos.
-Eh, sí, sí.
Mira disimuladamente el interior del Ford verde, niños y
abanico, igual que el Simca rojo detrás del suyo. Se arriesga a avanzar otros
treinta pasos, sabiendo que cada paso le aleja de sus circunstancias, y le
aproxima al paroxismo del claxon que, sin dudarlo, se aprovechará del hueco que
deje cuando de nuevo se reanude la procesión. Hace caso omiso de la voz de
soprano enfadado que se asoma por la ventanilla:
-Antonio, no ves que arranca.
Y disimula, como si ese Antonio no fuera el mismo que pidió sus
vacaciones en agosto.
-Voy a ver si me entero de algo -se justifica para seguir su
tierna huida.
No deja de mirar atrás, y por un momento le ha parecido ver
un niño, con el moco colgando, asomado por la ventanilla trasera de su Renault
8 blanco sucio:
-No -se engaña-, no es el mío.
Una gota de sudor, y otra más resbalan por su cara. Cuando
cruza el espacio de una pareja que se besa apasionadamente, ajenos al tumulto,
se acelera el ritmo de su corazón.
-Si todavía no son novios, solo puede ser un amor de atasco.
Sonríe al escaparse un guiño que no deja de ser una mueca inútil para un niño
que no pierde detalle desde la atalaya de una DKV gris, y observa al elemento
parecido a una foca, que llega a su altura y desaparece.
Cuando se acerca al guardia, ya ha dado cuenta del bocata y
está empinando una bota de tinto. El sonido grabado de una casete deja oír su
ronca melodía:
-A la caída de la taarde, San José de Arimateea, dejó la
radio en el suelo y se puso a bailar...
Del Supermirafiori naranja se baja un gitano rubio con la uña
del pulgar como la pala de una excavadora, y le dice:
-Qué colega, quieres pillar, o te va el Veneno.
Como no conoce la jerga, no sabe que le está ofreciendo
droga, y al mismo tiempo le pregunta por el cantautor.
-Yo -balbucea dirigiendo su mirada al guardia-, solo quería
saber cómo va lo del atasco.
El guardia eructa, se limpia los restos del clarete con el
dorso de su mano y le dice muy serio:
-¿No ve que no se debe abandonar la columna?
Agacha la cabeza y responde:
-No, si ya.
Se da media vuelta y al alejarse oye el chisporroteo de la
emisora de la moto:
-... PRRRUCHIFT..., ahí en la playa de Levante..., cambio...,
veintiocho kilómetros..., diez horas..., TSSSOPRIT..., cambio...
El camino de vuelta le parece como una redención, el regreso
a lo cotidiano y conocido, el niño de la DKV hurgándose la nariz, la pareja a
lo suyo:
-Dale que te pego, pero... –se sorprende-, aquel que se
esconde en su Fura amarillo ¿no es Martínez, el de mantenimiento?, y eso que
decía que no tenía ni un duro.
Dos niños juegan a la pelota.
-Niño –vocea- no le des tan fuerte que vas a romper el
retrovisor de ese Renault.
Las lunas de los coches reflejan los rayos de un sol
abrasador que golpea sin descanso:
-Hay que ver lo que se parecían esos niños a mis hijos Manolo y Pepito.
Ya verás la Montse cuando se lo diga.