Cuando tiré la tea
encendida en el almacén abandonado, no podía imaginar la insensatez del
esfuerzo de vivir.
Latas de pintura vieja,
madera, plástico, todo se inflama con una rapidez asombrosa. Primero se crea
una bolsa de aire ardiente, rarificado por las mezclas de cromo y minio; ojos y
garganta se invaden de negras llamaradas azules.
Al final la puerta está
tan lejana, que cuando los paneles bloquean la salida, piensas que todo está
bien.
Mientras la dulce lluvia
se desprende de una única nube grisácea, no deja de sorprenderme un pensamiento
insidioso:
Dios es un perro y
ladra.