Frank
se coloca la corbata roja ante el espejo:
Din-don.
Alza
la vista: el 14 se ilumina. El ascensor frena con suavidad, las puertas
correderas dejan pasar a una joven obesa que planta su tipi en medio de la
plataforma.
Un
chirrido de muelles le recuerda que el de mantenimiento lleva un mes
prometiendo que se pasará.
–¿Piso?
-pregunta con voz neutra.
–Trece
-responde con acento de mecanógrafa.
–Estamos
subiendo… -se fija en el estampado de su vestido holgado donde un imperdible se
clava pudoroso y muestra la credencial con su nombre-, señorita Rivendel.
–Esperaré
-resopla afirmando sus columnas de Hércules.
Con
gesto de indiferencia se asoma, pulsa el cierre. A 4 metros por segundo tarda
1’25 en llegar al siguiente piso:
Din-don.
Un
15 rojo destella. Se abren.
–Subimos
-le dice a nadie.
Cierra.
Uno,
dos, tres, cuatro segundos. Frank a veces los cuenta y no le parecen iguales.
En trece años subiendo y bajando los veintiséis pisos del edificio de la Torre
Kio ha perdido la cuenta de todos los segundos:
Din-don,
din-don, din-don.
El
18 se enciende. Entra un personaje ataviado con un turbante enrollado en la
cabeza, pero con un traje que ostenta a los cuatro vientos su pedigrí de dos
mil euros la pieza. Lleva las manos desnudas y en la muñeca derecha un reloj de
oro.
–Voy
ariba -dice en un perfecto inglés de Tomelloso.
Frank
con una leve inclinación marca el ático, mientras ojea la placa del bereber: Se
apellida Al Surimi y de nombre Mustafá.
En
el 19 un par de jóvenes entran conversando. Uno lleva gafas: Lennon, el otro
exhibe un pendiente de diamantes en su lóbulo izquierdo: Robert.
–…
Imagínate, dice que maneja un diccionario de sinónimos y antónimos. Arriba -le
dice a Frank-, por favor.
Este
pulsa suavemente la A del panel.
Ambos
se colocan a un lado de la sílfide que, como si fuera un autobús en medio de la
Castellana, apenas se ladea.
Se
callan, Frank echa el cierre. Miran la placa:
‘Carga
máxima 12 personas 1500 kgs
OTIS
Nº de Serie A0890023
Última
revisión Octubre 2012’.
–…
Y sabes para qué lo usa, guarda pétalos de rosas -continúa Lennon-, eso me han
dicho.
–Es
un romántico -le responde Robert.
–Esperpéntico,
pero sus obras son tan vitales, el último estreno estaba la sala a reventar…
“Seguramente
hablan de un teatro de variedades -piensa Frank.”
Las
luces parpadean y se apagan, el ascensor frena y se queda entre dos pisos.
Frank agarra el teléfono, que directamente le comunica con la sala de control
del edificio. Habla en susurros, como si no quisiera que sus pasajeros se
enteraran:
–Control,
aquí el 23, qué ocurre.
Un
ruido estático le taladra el oído, aunque entiende algo así como: “Avería…,
Tormenta…, Cortocircuito…” El sonido se desvanece cuando escucha: “Cinco
minutos”.
Con
la luz de emergencia encendida, todas las miradas interrogan a Frank.
–No
hay de qué preocuparse, señores, les ruego que se calmen.
El
del pendiente expresa en voz alta su preocupación:
–Tengo
claustrofobia, no puedo respirar -lloriquea.
–Tranquilo
-le dice el de las lentes-, este es el medio de transporte más seguro del mundo
según dicen todas las estadísticas.
–Ja
-suelta la señorita.
Pasa
el tiempo muy lentamente. El Rolex del árabe lo mide con toda exactitud, cada
quince segundos, como si se estuviera tomando el pulso. Todos miran a Frank, este
mira el interfono. De pronto vuelve la luz y se mueve, primero un movimiento
brusco y luego otro más lento, hacia abajo, como si se descolgara de un cable
maestro. Suena la pared plateada del ascensor rozando los cables del hueco y
todos a la vez gritan:
–Eh.
Un
nuevo berrido de las tripas y la plataforma se inclina, sobreviene el desastre:
Frank se agarra a la barra de seguridad, el jeque a Frank. Destrozado el frágil
equilibrio, los otros se precipitan, con la mujer encima de ellos, hacia un
rincón del cubículo.
–Ay
-gritan todos al unísono.
El
joven Lennon se desprende, con dificultad, del abrazo de la señorita. Se pone
de pie.
–Aguanta
Bob -dice.
Sin
ayuda de la grúa levantan a la dama. Debajo, hecho un guiñapo, exclama dolorido
el del pendiente:
–No
hay derecho, esto ha sido un ataque a traición.
El
telefonillo, descolgado, con un movimiento de vaivén golpea las nalgas de la
joven:
–Un
respeto señores que soy soltera.
Frank
pulsa repetidas veces la tecla amarilla, la campana de emergencia. Suena la sirena.
Un hilillo de humo negro entra por la rejilla de ventilación.