Ana
Mª Matute, letra K de nuestra Academia, premiada con el Nadal en 1947 y el
Cervantes del 2010 por toda su trayectoria, bien pudo haberse convertido en
nuestra princesa de las Artes y las Letras, incluso mereció en alguna ocasión el
Nobel de Literatura.
Este
libro, de mucha lectura, casi 700 páginas, es un recopilatorio de sus cuentos,
desde Los niños tontos de 1956,
pasando por Historias de la Artámila
de 1961, con relatos de los años 60, con una pausa en el tiempo de 25 a 30 años,
para acabar en dos relatos de 1993 y 1998.
La
escritora se nos cuela de sopetón con una introducción Los cuentos vagabundos, elaborando su teoría de que los cuentos,
viajan de un país a otro, se adaptan al paisaje y a las costumbres de sus
habitantes, como el que le contaba su abuela en la riojana Mansilla de la
Sierra sobre La niña de nieve, cuyo
origen ucraniano nos revela.
Esos
cuentos peregrinos tienen una voz propia en las cuartillas y adquieren un matiz
roto con la distancia de la memoria en la posguerra de esos niños tontos, que
han perdido la sonrisa y la inocencia. Son personajes que, como cuentecillas,
se van engarzando como perlas negras en un collar que pesa como una losa: la
niña fea; el negrito al que le arrancó los ojos un gato por pura envidia; el
niño que no sabía jugar y que su madre, como por una rendija, descubre que le
arrancaba la cabeza “crac”, a todos los animales que apresaba: grillos, ranas,
con sus uñas sucias y negras; o el otro niño, el del altar, “Ay, pobre de mí,
que estaba triste y ha venido a mi escuela”.
“Los
niños, dice en un relato, eran a un tiempo buenos y malos, tristes y alegres,
pobres y ricos”.
Su
escritura nos va dejando pinceladas de color entre tanto recuerdo gris:
“Recordaba la panza blanca de la gaviotas que volaban sobre el agua, donde
había grandes islas de colores violeta, verde y amarillo”. Su verbo fácil y
medido: “El perro negro ladraba”. Es una prosa, que hoy llamaríamos poética: “Dentro
de las barcas, los pescadores comían en círculo, descalzos”; pero curiosamente
no hay espacio para la poesía, solo aparece, como un recuerdo fijado que se
repite: “piden agua, piden pan, / no les dan…”.
El
ritmo es lento como si asistiéramos a un entierro mexicano de algún episodio del olvidado Pere Calders; o a una escena en
Macondo, como en el relato La ronda,
donde se respira en cada frase la magia que Gabo plasmaría diez años después en
Cien años de soledad, como si el
realismo mágico hubiera encontrado ahí su origen natural.
Este
lugar es un espacio para encontrar los cuentos de siempre desde otra dimensión,
la de los sabañones en la infancia, de la sed que el agua del mar no puede calmar,
la del bocadillo de pan con chocolate a las seis y media de la tarde.
Un
ejemplo de anti-cuento lo tenemos en La
Virgen de Antioquía, en la que el cuento clásico de La cenicienta queda
transformado por arte de birlibirloque en la violación de la pobre huérfana, en
la verbena de un pueblo.
Por
toda la tristeza latente en cada una de las páginas yo no catalogaría esta obra
como un libro de cuentos, ni siquiera de anti-cuentos, sino más bien de
vivencias, que con el bálsamo del tiempo se van suavizando y cicatrizando.
Ana
Mª Matute, nos dio un ejemplo singular, con el paso de los años, ella, decía,
no se sentía vieja su corazón seguía
siendo joven.